jueves, 5 de septiembre de 2013

Editorial: La tragedia de ser migrante Los inmigrantes en el mundo se han conv...

Editorial: La tragedia de ser migrante



Los inmigrantes en el mundo se han convertido en un

“problema” que alcanza dimensiones de tragedia humanitaria ante la indiferencia

y la insensibilidad de quienes deben tomar medidas políticas y económicas al

respecto.



Hace apenas un par de meses, el Papa Francisco realizó su

primera visita fuera de Roma, al enterarse del naufragio –frente a las costas

de Italia–, de una barcaza llena de inmigrantes africanos. La homilía que

pronunció en la Misa que celebró en Lampedusa, lugar de innumerables tragedias

de este tipo, comenzó con estas palabras:



“Inmigrantes muertos en el mar, por esas barcas que, en

lugar de haber sido una vía de esperanza, han sido una vía de muerte… Desde

que, hace algunas semanas, supe esta noticia, desgraciadamente tantas veces

repetida, mi pensamiento ha vuelto sobre ella continuamente, como una espina en

el corazón que causa dolor”.



Terminó diciendo el Santo Padre: “Me gustaría que nos

hiciésemos una tercera pregunta: ¿Quién de nosotros ha llorado por este hecho y

por hechos como éste? ¿Quién ha llorado por esas personas que iban en la barca?

¿Por las madres jóvenes que llevaban a sus hijos? ¿Por estos hombres que

deseaban algo para mantener a sus propias familias? Somos una sociedad que ha

olvidado la experiencia de llorar, de sufrir, ¡con la globalización de la indiferencia

nos han quitado la capacidad de llorar!”



Estas palabras del Santo Padre adquieren hoy toda su

actualidad en México, cuando acaba de ocurrir un accidente más, con la muerte

de muchos inmigrantes, en esa absurda travesía de un tren de carga, que recorre

todo nuestro territorio desde el sur hasta la frontera con los Estados Unidos.

Un tren con vías descuidadas y vagones obsoletos, llamado popularmente, con

amargo realismo, “la bestia”, es decir, algo salvaje y destructivo, donde las

principales víctimas son muchos de nuestros hermanos centroamericanos.



Incontables veces y de las formas más variadas –incluyendo

la voz de la Iglesia– se ha denunciado el atropello del que son objeto nuestros

hermanos empobrecidos de Centroamérica: extorsionados por las autoridades de

Migración, saqueados por la delincuencia común y ultrajados por el crimen

organizado.



Muchos buenos mexicanos les ayudan en su paso. Algunos

albergues les apoyan y los reciben, recordándoles su dignidad humana y su valor

como personas, pero el sistema en general sigue sordo y ciego ante esta

realidad de todos los días. Sólo tiene una tibia reacción cuando llega el día

de la tragedia.



De alguna manera, todos somos responsables: ¿qué están

haciendo las autoridades de la Secretaría de Gobernación? ¿qué hacen nuestros

legisladores? ¿cuál es la respuesta de las organizaciones de la sociedad civil?

¿qué están haciendo las comisiones de derechos humanos? La realidad es que poco

podemos esperar del sistema corrupto y desorganizado de las autoridades de

Migración.



La sociedad no puede seguir con los brazos cruzados ante la

tragedia de pobreza y humanidad de todos los días. Debemos recuperar la

capacidad de llorar, como dice el Papa Francisco, es decir, la capacidad de

conmovernos, de indignarnos y de actuar para que nuestro mundo sea más justo;

no podemos dejarnos llevar por la globalización de la indiferencia.



Nuestros migrantes en los Estados Unidos libran su propia

lucha, ¿qué hacemos por los que recorren nuestros caminos y ciudades?











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